Hace unos días terminé
de leer el “El afinador de pianos”, una novela de Daniel Mason. Ya no me acuerdo si es un libro que compré en algún
momento, que heredé, pero sé que estaba hace mucho en mi biblioteca sin leer.
Seguramente lo compré, tentada por su portada. Me gusta esa imagen: una birmana,
una sombrilla y el templo a lo lejos.
La historia transcurre en plena época victoriana. Un reconocido afinador de pianos inglés, Edgar Drake, es requerido por el ejército colonial británico para afinar un piano que pertenece a un comandante médico, bastante particular, hombre de leyenda, afincado en pleno corazón de la selva birmana con la misión de calmar los ánimos entre el Imperio y los locales en territorios Shan.
La historia transcurre en plena época victoriana. Un reconocido afinador de pianos inglés, Edgar Drake, es requerido por el ejército colonial británico para afinar un piano que pertenece a un comandante médico, bastante particular, hombre de leyenda, afincado en pleno corazón de la selva birmana con la misión de calmar los ánimos entre el Imperio y los locales en territorios Shan.
Es una agradable novela, muy
bien documentada, con colores, imágenes e información de la época y de algunas
de las regiones de Birmania. Les diría que es también un libro de un
larga travesía con un final inesperado.
La guardaré en mis
estantes porque como la definió Arthur Golden, el autor de Memorias de una geisha, es una novela “elegante”, un término muy acertado para describir esta historia
donde abundan los detalles, las descripciones de un viaje “a un mundo que ya no
existe”. Sin embargo, aunque hayan pasado
años, siglos, tiempo, reinos, encontré en el texto cosas que no han cambiado.
Transcribo algunas líneas que me hicieron revivir los 6 años que viví en Birmania (hoy
Myanmar) en el siglo XX.
“…Esa llovizna de Inglaterra no puede compararse con
la intensidad del monzón. De pronto el cielo se abre y lo empapa todo, y todo
el mundo corre a cobijarse, los caminos se llenan de barro y se transforman en
ríos, los árboles tiemblan, y el agua cae de sus hojas como de una jarra. No
hay nada que quede seco…”
“…Pasaron por delante de una tienda donde había un
montón de jóvenes sentados en pequeños taburetes alrededor de unas mesitas
llenas de cazos y montañas de comida frita. El humo acre del aceite de freír se
coló en el coche y le irritó los ojos. Parpadeó y perdió de vista el
establecimiento, en su lugar apareció una mujer con una fuente llena de frutos
de betel y pequeñas hojas. …como algunas vendedoras ambulantes de la ribera,
tenía círculos blancos pintados en el rostro…”
“…Es la pagoda Shwedagon. Seguro que ha oído hablar de
ella. Edgar asintió con la cabeza (…) Sus descripciones estaban llenas de
adjetivos: dorada, reluciente, fastuosa (…) Sólo halló datos sobre
“centellantes joyas doradas” y “pintorescos motivos birmanos”
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