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Mi viejo, un retrato, muchos recuerdos


Todos los días lo veía entrar por el largo pasillo de la casa, un pasillo oscuro, donde solo brillaban los libros de extensas bibliotecas.


Caminaba despacio, pero con pasos firmes. En invierno con su sobretodo azul marino, en verano con su traje siempre impecable hasta llegar al living-comedor, ese espacio que le gustaba tanto, también lleno de bibliotecas, y que se lo había apropiado pese a las protestas de la familia. Era un hombre de estatura media y de una contextura de intelectual. Más pesaban sus lecturas que sus músculos. No sabía nadar, no sabía andar en bicicleta, solo le gustaba ver el mar de lejos y del campo, solo podía disfrutar de un buen asado. 
Tenía una barba cuidada. Tenía pocas, muy pocas canas para su edad y un par de anteojos inconfundibles. Era elegante, con buen gusto para las corbatas. Le gustaban los zapatos lustrados y siempre tenía los ojos con un brillo débil, cargado de nostalgia y recuerdos, recuerdos de una infancia difícil, de una adolescencia difícil, de deseos incumplidos y la nostalgia de Italia, su lugar. 
Ese hombre tímido, de humor inteligente y paciencia espinosa, con manos de una suavidad única, entraba todos los días a la casa cargado de libros y diarios. Solo los domingos, entre papeles y más papeles, se permitía esconder los prismáticos para escaparse al hipódromo de Palermo y seguir, con pasión, alguna carrera de caballos. 

Lo recuerdo concentrado en su ritual nocturno. Con la televisión de fondo, a veces con los monólogos del humorista Tato Bores, otras con el desopilante Alberto Olmedo, deshojaba periódicos varios, leía todo o casi todo lo que no había tenido tiempo de leer en la redacción del diario donde trabajaba y revisaba revistas americanas, francesas, italianas, argentinas, todas. Archivaba noticias en sobres color madera, les ponía la fecha con su lapicera Cross y los apilaba por tema sobre la mesa-escritorio, donde él solo reconocía su orden y desorden. 

Su vida era el periodismo aunque de vez en cuando se daba el tiempo para escribir a mano con una letra estilizada, prolija, algún poema. Lo recuerdo con olor a tinta, los dedos manchados. Lo recuerdo entre hojas pautadas y contactos fotográficos. Lo recuerdo disfrutando de algún tenue rayo de sol en el jardín de esa planta baja donde vivíamos. 
Se sentaba en una silla playera, café en mano y a su lado, la pila de diarios para leer y la gata de la casa. Lo único que se escuchaba era las vueltas de página y el desorden familiar matutino. Así lo recuerdo. Así recuerdo a mi viejo, recorriendo un pasillo oscuro donde solo brillaban él y los libros de las extensas bibliotecas. 


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