Unas semanas atrás leí en el sitio D-Revistas, que el diario La Nación, uno de los diarios más importante de la Argentina, festejó sus "50.000 mañanas junto a sus lectores, con los mismos sueños expresados en aquel primer ejemplar del 4 de enero de 1870, pero con renovados desafíos, propios de un mundo muy diferente de aquel en que este diario nació hace casi 141 años". No son cifras insignificantes.
Pero ustedes se preguntarán: - ¿Y esto qué tiene que ver con Mireya?
Modestamente, debo decirles que tiene mucho que ver. Porque más allá de que La Nación es un diario ligado a la historia de cualquier argentino, cualquiera sea su ideología, La Nación es un diario ligado a la historia de mi vida. Y aunque no tengo 141 años, quiero contarles con nostalgia, algo que se iluminó dentro de mis valijas de recuerdos cuando leí el artículo del cumpleaños de La Nación.
Nací y viví durante muchos años bajo el símbolo de La Nación y mi padre fue el primer gran protagonista de esta historia. Daniel Viacava, fue un apasionado del periodismo, además de poeta, casi arquitecto, burrero, tanguero y otras yerbas. Fue corrector, director de la Página de Columnas de la Juventud, creador de la Página de Arquitectura junto a su gran amigo Luis Grossman, de la Revista de los domingos y Editorialista hasta que la muerte lo tomó por sorpresa: para mí fue un grande.
Mi madre fue colaboradora, entrevistada, publicó poemas, cuentos… y mis hermanos y yo misma (¡me encantaba hacer las recetas de cocina para chicos para el suplemento infantil!) tuvimos la oportunidad de hacer nuestras pequeñas incursiones en el diario en donde nos sentíamos tan cómodos como “Pedro por su casa”. Pero lo más lindo de esta historia es que yo conocí el viejo edificio, el primer edificio propio de La Nación, el de la calle San Martín 350, al lado del actual Museo Bartolomé Mitre.
Lo conocí con mi viejo. Yo era chiquita, chiquita y tenía la suerte de que papá me llevara muy seguido, seguramente con la esperanza de que el periodismo me embriagara desde la más tierna edad. Era un edificio mágico bajo los ojos de mi infancia, y que tristemente hoy ya no existe. Me gustaban sus patios internos, los subsuelos, sus corredores y galerías larguísimas. Me gustaba el miedo que sentía al cruzar una sala donde brillaba un gigantesco cuadro de “Bartolo Memitre” como lo llamábamos en familia al fundador del diario La Nación, el señor Bartolomé Mitre.
Mientras papá trabajaba en un escritorio atiborrado de papeles, yo jugaba a ser periodista. Entonces respondía el teléfono, copiaba títulos o dibujaba en hojas pautadas (que aún conservo como preciadas reliquias), buscaba fotos, ordenaba archivos o recortaba diarios. Me gustaba acompañarlo a comer en el comedor donde se reunían periodistas-amigos. Visitábamos de vez en cuando la sala de telex, y el taller… el taller… ¡qué deleite ver las primeras pruebas del diario de mañana, tener mi nombre en “plomito” y ver la magia de los linotipistas tan apresurados!
Los recuerdos son muchos y profundos. Los grandes nombres del periodismo de una época (que no menciono porque realmente van a creer que tengo 141 años) que se paseaban por esos pasillos, los ruidos inolvidables de viejísimas máquinas de escribir, el olor del papel y la tinta, el café Le Caravelle de la calle Lavalle donde se juntaban algunos periodistas, entre ellos mi viejo, para pasarse datos turfísiticos, el restaurante Sorrento de la calle Corrientes, el misterio de trabajar de noche con la última noticia… todos esos son recuerdos que no cumplen 50.000 ediciones, ni 141 años porque la verdad es que esas ráfagas de recuerdos que quedan grabadas en el corazón de la infancia no se pueden contabilizar.
Comentarios